“Comer emocional”: ¿Sabes lo que significa y cómo nos influye?

Cuando hablamos de dificultades de alimentación, uno de los términos más de moda es el de “comer emocional”. Pero muchas veces se utiliza este término de manera bastante informal, a veces errónea (“Nos comemos nuestras emociones”), y no llegamos a comprender los mecanismos específicos que operan bajo esta etiqueta ni cómo podemos hacerles frente cuando se convierten en un problema. En esta entrada intentamos explicarlo de forma sencilla y útil.

La relación entre la comida y las emociones

La alimentación es una necesidad básica del ser humano y es necesario que esta sea adecuada y suficiente para poder disfrutar de una buena salud física y también psicológica. Por este motivo, la evolución se ha encargado de que nuestro organismo esté dotado de mecanismos específicos para avisarnos de cuándo y cuánto tenemos que comer para satisfacer esta necesidad: el hambre y la saciedad son señales que nos avisan sobre cuándo empezar a comer y cuándo parar.

Hasta aquí todo parece muy sencillo. El problema surge cuando estas señales fisiológicas empiezan a ser sustituidas por otras que poco tienen que ver con lo que nuestro organismo realmente necesita. Y es que desde muy pequeños, nos enseñan que el motivo para comer no es el hambre que tengamos ni lo saciados que estemos (p. ej., cuando forzamos a los niños a comer un poco más, aunque no demuestren ya hambre, o cuando les prohibimos repetir comida, incluso cuando es saludable como fruta o verdura, porque “estás comiendo demasiado”). En cambio, utilizamos otros argumentos para animar a los niños a comer: “Para que los papás se queden contentos”, “Para que el muñeco no llore”, “Para que no discutamos”, “Porque te has merecido este postre”… Incluso entre adultos seguimos inmiscuyéndonos y criticando lo que los demás comen y dejan de comer (pensemos en los camareros “regañando” a los clientes que no dejan el plato limpio), de forma que acabamos guiándonos por señales externas en lugar de por lo que nuestro cuerpo nos pide en cada momento.

Pero la historia solo empieza aquí, y es que no hay más que poner la televisión para ver multitud de anuncios de comida en los que se nos dan infinidad de motivos para comer que nada tienen que ver con la nutrición. Diversión, pertenencia al grupo, amor, autoestima… Estas y otras son las promesas que nos hace la publicidad de la comida, muchas veces nada saludable, no solo a niños sino también a adultos. Puedes ver algunos ejemplos en este vídeo sobre publicidad emocional en la comida rápida.

A esto se suma la costumbre social de celebrar multitud de eventos con comida, de forma que esta se asocia con socializar y celebrar, con emociones positivas, con salir de la rutina, etc.

El resultado de todo ello es que a lo largo de nuestra vida aprendemos que las señales que nos dicen que tenemos que comer (lo que los psicólogos llamamos “estímulo discriminativo”) nada tienen que ver con las señales de nuestro cuerpo para nutrirnos, sino que tienen más que ver con las expectativas sociales y con las emociones que experimentamos (estoy aburrido, nervioso, me siento solo, me merezco un premio…).

Este aprendizaje se produce, además, sobre unas bases fisiológicas que también contribuyen a ello, y es que ciertos sabores, como el dulce, producen sensaciones de calma y bienestar, por lo que resultan eficaces a corto plazo para combatir emociones negativas, aunque esto acabe convirtiéndose en un problema a largo plazo. Además, el funcionamiento de nuestro sistema digestivo después de comer también reduce la activación del organismo por medio de la activación de la rama parasimpática del sistema nervioso, es decir, fisiológicamente comer tiende a reducir nuestra ansiedad o nerviosismo. Todo esto no era un gran problema antiguamente cuando el alimento escaseaba, pero en la actualidad, con la inmensidad de productos que tenemos al alcance de la mano, en particular los ultraprocesados, se trata de un caldo de cultivo para utilizar la comida de manera perjudicial para nosotros.

¿Cuándo se convierte en un problema este “comer emocional”?

Mucho de lo que hemos comentado es un lugar común en nuestra sociedad, por lo que es esperable que la mayoría de las personas tengan momentos en los que comen por motivos que no son puramente nutricionales sino que tienen que ver con convenciones sociales o con respuestas a estímulos emocionales. Es normal que esto suceda a veces (p. ej., en ciertos eventos sociales u ocasionalmente cediendo a alguna tentación o capricho) y no tiene por qué suponer un problema siempre y cuando no sea la tónica general y sintamos que es nuestra decisión.

Pero se puede llegar a convertir en un problema psicológico en algunos casos como por ejemplo:

  • Cuando nos sentimos mal y nuestro primer impulso es comer algo (p. ej., comernos un helado, salir a comer fuera, dejar de lado la comida que teníamos prevista y elegir el plato precocinado menos saludable de nuestro congelador…), y no se nos ocurren otras formas de reaccionar.

  • Ante ciertas emociones o situaciones, el impulso de comer algo es tan fuerte que sentimos que perdemos el control, los pensamientos sobre lo que queremos comer se vuelven repetitivos en mi cabeza y solo desaparecen cuando cedo a la tentación.

  • He desconectado de las señales de mi cuerpo, hasta el punto de que me cuesta identificar cuándo tengo hambre o cuándo estoy lleno. Confundo el hambre real (fisiológica) con las ganas o el impulso de comer.

  • Solo consigo relajarme, dormirme o controlar mi enfado o mi disgusto por medio de la comida.

  • Evito situaciones importantes en mi vida porque no quiero exponerme a emociones negativas que me lleven a comer inadecuadamente (p. ej., evito eventos importantes o situaciones que me ponen nervioso).

  • La comida se ha vuelto demasiado protagonista de mi vida, hasta el punto de que todo lo demás (el trabajo, los amigos, el ocio…) pasa a un segundo plano y parece que mis pensamientos sobre comida lo inundan todo.

  • Desarrollo problemas de salud, incluyendo el sobrepeso, debido a que como demasiado o de forma inadecuada (alimentos poco saludables con bastante frecuencia, atracones…).

¿Qué podemos hacer para volver a poner la comida en el lugar que le corresponde?

Si te has visto identificado en los comportamientos anteriores y te gustaría mantener a raya este patrón de “comer emocional”, tal vez te resulten útiles algunas de las siguientes estrategias para gestionar estas situaciones:

  1. Aprende a identificar y etiquetar tus emociones: Muchas veces vamos por la vida dejándonos llevar por la inercia, el cansancio o las prisas, y no tenemos tiempo no ganas para pararnos a pensar qué estamos sintiendo y por qué actuamos como lo hacemos. Por ello, un muy buen primer paso puede ser pararte a identificar qué emociones estás sintiendo justo antes de ponerte a “comer emocionalmente”. Nuestra recomendación es que incluso lleves un diario y lo escribas, para poder reconocer mejor tus propios patrones. Hazte preguntas como: ¿Qué ha pasado durante el día de hoy? ¿Qué estaba pensando justo antes de ponerme a comer o a pensar en comida? ¿Tengo ganas de llorar, de enfadarme, de que me dejen en paz…? Poner nombre a lo que te está pasando es importante, ya que hemos visto que el problema es que confundimos señales: en vez de comer porque tenemos hambre, comemos para regular otras emociones que nada tienen que ver con la comida.

  2. Busca alternativas para reaccionar a esas emociones: Una vez que has identificado qué emoción estabas sintiendo antes de pensar en comida, y qué situación o pensamiento la ha desencadenado, piensa cuál sería la reacción esperable ante esa emoción. Igual que la solución al hambre debería ser buscar comida, la solución al enfado tal vez podría ser expresar asertivamente lo que necesito o me ha molestado, la solución a la tristeza podría ser llamar a un amigo para contarle cómo me siento o hacer alguna actividad que me anime, la solución a una preocupación puede ser buscar soluciones y aplicarlas… Comer puede resultarnos mucho más sencillo, porque es más inmediato y accesible, es a lo que estamos acostumbrados y probablemente requiere menos esfuerzo, así que es normal que este cambio cueste. Por ello, puedes comenzar simplemente haciendo este ejercicio en la teoría: piensa (¡y anota!) cuál sería la reacción esperable dada tu emoción. Y poco a poco intenta ir poniéndolo en práctica y reemplazando a la comida.

  3. Amplía tu repertorio de reforzadores: Muchas veces recurrimos a la comida por costumbre o simplemente porque es lo más sencillo y accesible, sobre todo cuando llegamos a casa después de un día cansado y no tenemos ganas de complicarnos la vida. Carecer de alternativas adecuadas que nos ayuden a sentirnos mejor (entretenernos, relajarnos, animarnos…) nos aboca a acabar cayendo una y otra vez en la comida. A muchas personas esto les sucede especialmente al final del día, que es cuando tenemos menos energías para pensar o plantearnos cosas distintas. Por eso, es importante que pienses por anticipado qué otras cosas que puedes hacer y las planifiques. Por ejemplo, ten a mano una buena película (no cualquier cosa que echen en la tele), un libro que te enganche, retoma un hobbie o algún juego, aprovecha para hablar con tus seres queridos, date una ducha relajante… Estas estrategias no te resultarán tan naturales, porque no es a lo que estás acostumbrado, pero a medida que las repitas y las reemplaces por la comida te irán resultando más eficaces.

  4. Elige alimentos más saludables: Un problema del “comer emocional” es que solemos recurrir a alimentos muy calóricos y poco saludables, como son los bollos u otro tipo de alimentos ultraprocesados. Estos alimentos, además de ser malos para la salud, están diseñados específicamente para “engancharnos”: la industria los crea con el fin de que nos resulten muy gratificantes a corto plazo (aunque nos dejen mal cuerpo a medio y largo plazo), por lo que es más probable que volvamos a recurrir a ellos una y otra vez en el futuro, ya que nos dan un “subidón” inmediato y fácil. Por ello, una estrategia útil cuando no conseguimos evitar “comer emocionalmente” es procurar recurrir a alimentos más adecuados. Para ello, es útil tenerlos ya preparados. Evitemos tener bollería industrial en casa y en cambio procuremos tener fruta, incluso cortémosla previamente si sabemos que hoy tendremos un día agotador y que llegaremos a casa sintiéndonos bastante mal. O tengamos preparada una comida que nos guste especialmente pero que esté hecha con ingredientes saludables. Es verdad que lo ideal es no recurrir a la comida por motivos emocionales, pero si vamos a hacerlo, mejor que sea a productos de buena calidad y que generen menos “enganche”. El sentido del gusto también se educa y podemos ir acostumbrándonos progresivamente a disfrutar de otro tipo de sabores e incluso a que la comida hipercalórica o malsana nos resulte cada vez más desagradable (pesada, dulzona, empalagosa, artificial…).

  5. Evita asociar emociones y comida en tu lenguaje cotidiano: Sin darnos cuenta, nosotros mismos potenciamos este efecto a la hora de hablar sobre la comida en nuestro día a día. Decimos cosas tales como que ciertas comidas “no tienen gracia”, que comer de tal manera “me pone de buen humor”, que tenemos que celebrar algo bueno que ha pasado “con una buena comida”… (¿Alguna vez te han dicho que “tienes cara de acelga”?) Procura darte cuenta cuando haces estos comentarios y reemplázalos por otros (p. ej., podemos celebrar “con una buena quedada” o hemos tenido un día largo y “nos merecemos descansar”).

  6. Procura ignorar la publicidad de comida: Como hemos visto, estamos continuamente bombardeados por publicidad que asocia comida y emociones. Esto es difícil de evitar, pero podemos procurar prestar menos atención a los carteles publicitarios, alejarnos de escaparates de sitios de comida rápida o evitar ver los anuncios que ponen en la televisión.

 

Evidentemente, estas pautas son más fáciles en la teoría que en la práctica, ya que llevamos décadas aprendiendo a relacionarnos con la comida y es difícil cambiarlo de un día para otro. Además, cuando hay un patrón de “comer emocional” la solución suele ir mucho más allá de cambiar nuestra forma de comer: es posible que tengamos que cambiar otras facetas de nuestra vida (nuestras rutinas, las actividades que disfrutamos, nuestra forma de gestionar nuestras emociones, conflictos y problemas…).

Nuestro objetivo en esta entrada ha sido ayudarte a comprender este mecanismo tan frecuente y darte algunas claves que puedan serte útiles. No obstante, si ves que tu relación con la comida es problemática y quieres cambiarla de forma eficaz, te recomendamos que pidas ayuda a profesionales de la psicología y de la nutrición, que te ayudarán a aprender a alimentarte mejor y a gestionar tus emociones de otra manera.


Irene Fernández Pinto

Psicóloga con autorización sanitaria colegiada con número M-22996. Licenciada por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), máster en Terapia de Conducta por el Instituto Terapéutico de Madrid (ITEMA) y máster en Metodología de las Ciencias del Comportamiento y de la Salud (UAM-UNED).


Contenidos relacionados

Suscríbete al boletín de noticias