El castigo infantil: ¿aliado o enemigo?

El uso del castigo en la educación de los niños es un tema controvertido en muchas conversaciones cotidianas. De una parte, encontramos a quienes defienden que el castigo es una forma autoritaria e irrespetuosa de educar que genera consecuencias emocionales indeseadas en el desarrollo de los pequeños. Otros defienden la necesidad de recurrir al castigo ante ciertos comportamientos que son intolerables y que deben ser atajados de forma inmediata. En la práctica, muchos padres recurren al castigo no tanto porque tengan una posición clara y definida sobre esta cuestión sino porque es la herramienta que tienen a su alcance en su agitado día a día. Como es habitual, la realidad tiene muchos matices y las respuestas no son simples. En este post intentamos dar algunas respuestas prácticas a esta cuestión.

¿Qué es el castigo?

En la cultura popular se suele entender por castigo el infligir algún tipo de daño o pena a alguien con el fin de corregir o enmendar alguna de sus acciones. No obstante, a lo largo de estas líneas vamos a referirnos al castigo en el sentido técnico del término: aquella consecuencia que sigue a la realización de un comportamiento determinado y que reduce la probabilidad de que dicho comportamiento vuelva a darse en el futuro. Tal y como veremos, esta definición amplía nuestras posibilidades de generar el cambio sin provocar un daño físico o emocional.

Partiendo de dicha definición, la primera pregunta que debería llamar nuestra atención es: ¿cuántas veces decimos que estamos "castigando" a nuestros hijos (p. ej., regañándolos) y sin embargo comprobamos que sus comportamientos inadecuados se mantienen o incluso aumentan a lo largo del tiempo? Cuando esto sucede, debemos ser conscientes de que lo que estamos considerando castigo no es tal. Esto puede tener dos motivos: 1) que aquello que estamos haciendo no resulta eficaz y no está teniendo ningún impacto en el comportamiento del niño; 2) que estemos haciendo lo contrario: reforzar o aumentar la probabilidad de que el comportamiento indeseado se dé de nuevo en el futuro.

Pero, ¿cómo es posible que estemos aumentando la probabilidad de un comportamiento que estamos intentando castigar? (Es decir, reforzándolo). Esto puede deberse al simple hecho de prestar atención o hablar con el niño (aunque sea para reñirle), a que este observe cómo consigue alterarnos o "sacarnos de nuestras casillas" o a que haya comprobado que si insiste lo suficiente acabamos por ceder o "hacer la vista gorda".

¿Qué formas de castigo existen?

Cuando pensamos en el término castigo, a veces nos vienen a la mente sus formas más graves o aversivas, como son la agresión física o la humillación verbal. Sin embargo hay consecuencias muy diversas que se pueden aplicar sin recurrir a estos extremos.

En primer lugar, debemos diferenciar entre castigos en los que aplicamos una consecuencia (p. ej., una reprimenda) y castigos en los que retiramos una consecuencia (p. ej., retirar la paga). Los primeros pueden ser útiles cuando se trata de conductas muy graves o peligrosas que queramos eliminar de inmediato (p. ej., cruzar la carretera sin mirar o poner los dedos en la bisagra de la puerta). Los segundos, sin embargo, son los castigos más recomendables en muchos casos ya que no requieren añadir una estimulación desagradable para el niño. Algunos de los ejemplos más típicos son el tiempo fuera (el niño sale durante un tiempo de una situación que le resulta atractiva o estimulante) y el coste de respuesta (se retira algún privilegio o elemento valioso para él). Es importante aplicar estos métodos de la manera más aséptica posible, sin largas explicaciones, reprimendas o negociaciones, para evitar que el pretendido castigo se convierta en todo lo contrario.

Mucho más importante es la distinción entre castigos arbitrarios y castigos lógicos o consecuencias naturales de la conducta. Con frecuencia, cuando nuestros hijos realizan una conducta inadecuada recurrimos a frases como "¡Te quedas sin ver la tele!" o "Esta semana no vamos al parque", que muchas veces no tienen relación con el comportamiento inadecuado inicial (p. ej., romper un juguete de su hermano). Al mismo tiempo, nuestra preocupación por su bienestar hace que en ocasiones les sobreprotejamos o les demos acceso a una gran cantidad de privilegios (p. ej., pocos días después les compramos un juguete nuevo). Así, en nuestro ejemplo, una consecuencia lógica podría ser dar uno de sus juguetes a su hermano para compensar por el que ha roto. Este tipo de castigos tienen la ventaja de que enseñan al niño a comprender las consecuencias de sus actos (más allá de la reacción que puedan tener sus padres), algo que le será útil en la vida adulta. Además suelen ser mejor aceptados por los niños, ya que es más probable que los perciban como justos y proporcionados y que, como consecuencia, contribuyan a una mejor armonía en el hogar.

En nuestra sociedad predominan los castigos arbitrarios, ya que nos obligan a pensar menos y podemos tirar de fórmulas conocidas. La próxima vez que te plantees castigar a tu hijo o hija, te recomendamos que frenes un momento y te hagas las siguientes preguntas: ¿qué tiene de malo el comportamiento que acaba de hacer?, ¿qué consecuencias tendrían para él y para los demás que siguiera haciéndolo?, ¿cómo puedo hacerle entrar en contacto con esas consecuencias de manera segura para él y adecuada a su edad? Las primeras veces es posible que tardes algo más de tiempo encontrar un castigo lógico y adecuado, pero con práctica te irá resultando más fácil.

Problemas del castigo y alternativas

Como hemos visto, hay formas más adecuadas que otras de aplicar castigos y muchas de ellas no suponen generar un trauma emocional en el menor sino enseñarle a comprender mejor el ambiente en el que se tendrá que desenvolver durante toda su vida.

Aun así, ¿en qué ocasiones debemos recurrir al castigo y cuándo son más eficaces otras alternativas? El castigo, así entendido, es un recurso muy habitual no solo en la educación de los hijos sino en muchas de nuestras relaciones interpersonales. Esto es así porque suele tener un efecto aparente inmediato; sin embargo, con frecuencia el comportamiento indeseado vuelve a aparecer en el futuro, ya que tenía una función y no se han enseñado conductas alternativas más adecuadas (p. ej., el niño carece de las habilidades sociales necesarias para negociar turnos durante los juegos y por eso recurre a quitar los juguetes o a pegar a otros niños). Otro motivo por el que tendemos a recurrir al castigo tiene que ver con nuestro estado emocional: ciertas situaciones nos desbordan o nos enfadan y descargamos ese malestar castigando al otro. Este es un fenómeno peligroso, ya que no solo transmitimos sensación de pérdida de control a nuestros hijos sino que probablemente apliquemos castigos poco proporcionados (debido al enfado que tenemos en ese momento) y a largo plazo se puede generar una escalada en la intensidad de los castigos.

Por ello, hacemos algunas recomendaciones finales para aumentar la eficacia del castigo y reducir sus riesgos:

  1. Refuerza comportamientos alternativos: ayuda al niño a encontrar otras formas más adecuadas y gratificantes de conseguir lo que quiere. Por ejemplo, enséñale a negociar con sus hermanos, ayúdale a encontrar formas de entretenimiento adecuadas, encuentra momentos para hablar y jugar con él, etc.

  2. Aplica el castigo de manera inmediata y sistemática: son más eficaces aquellos castigos que se aplican en el mismo momento en que se realiza la conducta inadecuada (p. ej., "Tienes que barrer lo que has ensuciado") que otros más demorados (p. ej., "Este fin de semana no vamos al cine"). Además es importante que apliques el castigo que hayas decidido todas y cada una de las veces que tenga lugar el comportamiento indeseado. Esto a veces cuesta porque no siempre estamos igual de atentos o de descansados, pero cuanto más sistemáticos seamos más rápidamente cambiará el comportamiento.

  3. Aplica el castigo demostrando calma: en ocasiones castigar sirve como desahogo de nuestro malestar o frustración. Esto puede dar lugar a castigos excesivamente intensos y poco sistemáticos que dependen del estado de ánimo de quien lo aplica y no tanto de la gravedad de la conducta. Los castigos aplicados de esta forma pueden generar emociones muy negativas en el niño, deteriorar la relación con los padres y producir un clima hostil en el hogar. No olvidemos que los adultos somos modelos para nuestros hijos sobre cómo resolver conflictos o cómo gestionar las emociones negativas. Por ello, respira hondo, habla con voz calma y mantente firme pero tranquilo durante la aplicación del castigo, siempre con el objetivo de ayudarle a cambiar un comportamiento inadecuado y nunca de desahogarte o resarcirte.

  4. Minimiza el uso del castigo: tu relación con tus hijos debe incluir muchos más momentos de cariño y disfrute compartido que castigos. Asegúrate de fomentar esos momentos y de limitar los castigos a aquellos comportamientos que sean peligrosos, muy disruptivos o poco saludables. Para otros comportamientos inadecuados de menos intensidad suele resultar algo más lento pero mucho más eficaz y saludable a medio y largo plazo retirar nuestra atención o cualquier otra consecuencia positiva que los mantenga y fomentar comportamientos alternativos más deseables.

Esperamos que algunas de estas pautas e ideas te resulten útiles en tu vida cotidiana. No obstante, como sabemos la dificultad que tiene aplicar estas pautas a las situaciones tan complejas y variopintas del día a día, te ofrecemos ayuda terapéutica si la necesitas.


Irene Fernández Pinto

Psicóloga con autorización sanitaria colegiada con número M-22996. Licenciada por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), máster en Terapia de Conducta por el Instituto Terapéutico de Madrid (ITEMA) y máster en Metodología de las Ciencias del Comportamiento y de la Salud (UAM-UNED).


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