Cuando me dicen que tengo una enfermedad: repensando las adicciones desde la psicología científica

Repensar el concepto de “enfermedad”

“La adicción es una enfermedad crónica del cerebro”.

Esta frase ha sido repetida durante décadas en campañas públicas, folletos institucionales, grupos de autoayuda y en algunos centros de rehabilitación. A primera vista, puede parecer una forma de reconocer el sufrimiento de quien atraviesa una experiencia de consumo problemático. Sin embargo, esta afirmación encierra múltiples implicaciones que vale la pena cuestionar con una mirada más amplia.

En algunos grupos de ayuda o espacios de tratamiento, se promueve la idea de que la persona debe regirse de por vida por ciertas reglas impuestas:

  • “Si dejas de asistir, vas a recaer”.

  • “Tu vida debe seguir los 12 pasos o no podrás recuperarte”.

  • “Solo el grupo puede ayudarte, no los psicólogos ni psiquiatras”.

Incluso, es frecuente que estas afirmaciones sean sostenidas por personas sin formación profesional en salud mental, que hablan desde su experiencia personal. Si bien esa vivencia merece respeto, es importante no deslegitimar ni reemplazar el conocimiento técnico que ofrecen los enfoques basados en evidencia científica.

Esto nos lleva a preguntarnos: ¿Qué consecuencias tiene para una persona que se le diga que padece una “enfermedad crónica, progresiva y mortal”? ¿Qué impacto tiene vivir bajo la idea de que necesitará supervisión permanente y que nunca más podrá volver a consumir?

Estas preguntas son especialmente relevantes si buscamos una forma de comprender las adicciones desde la ciencia del comportamiento y, sobre todo, desde una perspectiva respetuosa y efectiva.

Cuando la etiqueta no ayuda

Desde una visión biomédica tradicional, clasificar una conducta como “patológica” puede parecer el camino más directo hacia la solución. Se identifica un síntoma, se etiqueta como trastorno, y se plantea una intervención protocolizada orientada a eliminarlo.

Sin embargo, esta forma de entender el comportamiento humano tiene varios límites importantes: no toma en cuenta el contexto que rodea a la persona, su historia, sus condiciones de vida ni los aprendizajes que ha acumulado a lo largo del tiempo.

Las personas no son solo sus síntomas. Son el resultado de múltiples factores: vínculos, aprendizajes, oportunidades, pérdidas, formas de lidiar con el malestar y recursos, a veces escasos, para hacer frente a su realidad. Al reducir el consumo problemático a una “enfermedad”, se borra toda esa complejidad y se instala un mensaje rígido: algo dentro de ti está dañado y necesitas ayuda externa de por vida para funcionar.

Esta etiqueta no es inocente. Tiene consecuencias reales en la forma en que una persona se percibe a sí misma y en cómo la trata su entorno. Cuando alguien internaliza la idea de que “está enfermo” o “es un adicto”, pueden aparecer creencias que limitan su capacidad de acción como creer que solo podrá mejorar con medicación o internamientos, asumir una narrativa de impotencia, incapacidad o resignación, pueden sentir que ha perdido el control sobre su propia vida, entre otras.

Y no solo impacta a quien recibe la etiqueta. También influye en los profesionales que trabajan con ellos. Si el entorno, incluida la ayuda profesional, parte de esa misma mirada, es probable que se enfoquen solo en ciertas formas de tratamiento e intervención, influyendo en el tipo de ayuda que les brindan y el mensaje que les mandan.

Además, cuando esta etiqueta se vuelve parte central de la identidad, otras áreas de la vida comienzan a organizarse en función de esa idea. Conductas como el aislamiento, la falta de motivación, la renuncia a objetivos personales o la permanencia en vínculos dañinos pueden ser justificadas bajo la premisa de “estoy enfermo” o “no puedo con esto”.

En muchos casos, el único objetivo explícito que se plantea es “no consumir”, como si dejar de usar sustancias fuera suficiente. Pero lo que queda por fuera de ese marco es fundamental: el bienestar emocional, las relaciones interpersonales, la salud física, la capacidad de tomar decisiones, la posibilidad de encontrar sentido de vida y, sobre todo, las estrategias y áreas que necesitamos trabajar para que consumir no sea necesario para lidiar con el mundo.

La abstinencia, aunque pueda ser parte del proceso, no es lo único que importa. Lo relevante no es simplemente que la persona no consuma, sino que pueda construir una vida digna, plena y elegida. Desde una perspectiva científica y humana, esto requiere mirar más allá de la etiqueta y preguntarse por el sentido que ha tenido esa conducta y las alternativas posibles.

Conductas que tienen sentido (aunque hagan daño)

Una de las grandes limitaciones del modelo centrado en el diagnóstico es que no se pregunta por el por qué de la conducta. Solo ve síntomas que hay que suprimir. No obstante, desde el análisis funcional de la conducta, se parte de una premisa diferente: toda conducta tiene una función.

El análisis funcional busca entender qué está haciendo la persona, en qué contexto ocurre esa conducta, y qué pasa para que se mantengan o repitan las conductas. Así, descubrimos que muchas conductas adictivas han sido, en su momento, formas de afrontar situaciones emocionalmente dolorosas, regular estados de ansiedad o tristeza, o escapar de algo que no era posible enfrentar en su momento. Estas formas de afrontamiento, aunque con consecuencias negativas a largo plazo, suelen haber sido eficaces en el corto plazo. Por eso es clave no juzgarlas moralmente, sino entenderlas desde su función.

Lejos de ser el resultado de una “falla interna”, el consumo muchas veces ha sido una estrategia para sobrevivir a un entorno difícil. Desde esta perspectiva, el consumo deja de ser visto como una enfermedad incurable y se comprende como una conducta aprendida. Y como cualquier aprendizaje, puede ser modificado si se ofrecen nuevas herramientas, entornos seguros y aprendizajes alternativos.

No es una enfermedad, es un aprendizaje que puede cambiar

Desde el Análisis de Conducta, las personas con conductas adictivas no son pacientes crónicos, ni personas rotas, ni adictos o adictas para toda la vida. Son seres humanos que han aprendido a responder de determinada manera a sus circunstancias vitales, pero que hoy pueden aprender otras formas más efectivas y saludables.

La clave está en dejar de pensar el tratamiento como una cura y empezar a verlo como un proceso de aprendizaje y construcción de alternativas. Lo que se necesita no es imponer abstinencia desde el miedo, sino:

  • Comprender a fondo el contexto personal y social en el que se mantiene la conducta.

  • Ampliar el repertorio de habilidades para afrontar el malestar.

  • Ofrecer oportunidades reales de obtener un reforzamiento positivo en otras áreas de la vida.

  • Apoyar a la persona en la construcción de una vida que valga la pena ser vivida.

Si bien es cierto, las conductas pueden modificarse por castigo o por evitar consecuencias aversivas, como la vergüenza o el rechazo social. Sin embargo, cuando hablamos de intervenciones en adicciones, apoyarse exclusivamente en el castigo o en juicios morales no es ni ético ni efectivo a largo plazo. El problema es que, al desaparecer esas consecuencias externas —por ejemplo, al volver a su entorno habitual—, es muy probable que la conducta de consumo reaparezca si no se han generado nuevas fuentes de reforzamiento.

Para que el cambio sea duradero, no basta con eliminar el consumo: es necesario construir alternativas reforzantes en otras áreas de la vida. Eso implica entrenar habilidades y promover formas de vivir que resulten valiosas, satisfactorias y sostenibles para la persona.

Cuando el tratamiento se convierte en castigo

Existen centros que prometen ayuda y contención, pero en la práctica aplican dinámicas rígidas, punitivas y, a veces, violentas. Aislamientos, sanciones arbitrarias, humillaciones o normas inflexibles pueden formar parte de un supuesto “proceso de rehabilitación”.

En estos entornos se refuerza la idea de que la persona necesita tocar fondo, sufrir o perderlo todo para poder cambiar. Esta narrativa, además de inexacta, es potencialmente dañina. Además, la evidencia científica para esta problemática concreta ha demostrado que el castigo, si no se acompaña de alternativas reforzantes, no produce cambios duraderos en el comportamiento.

Esto es especialmente preocupante si consideramos que muchas personas con consumo problemático han atravesado situaciones previas de trauma, negligencia o violencia. En lugar de encontrar comprensión y apoyo, se enfrentan a instituciones que reproducen el mismo patrón de control, sumisión y pérdida de agencia. Yesos son, en muchos casos, precisamente los contextos que han empujado a las personas al consumo.

Lejos de motivar al cambio, estos contextos tienden a consolidar una identidad de enfermo, reforzando la idea de que no hay otra forma de vivir.

¿Qué propone la psicología basada en evidencia?

Desde el Análisis de Conducta, se propone una forma distinta de intervención.

Un tratamiento respetuoso, eficaz y ético debe:

  • Estar centrado en la persona y en su historia de aprendizaje.

  • Analizar la función de las conductas problemáticas en el contexto actual.

  • Reforzar de forma progresiva conductas saludables y sostenibles.

  • Disminuir el acceso y disminuir el valor de los reforzadores que mantienen el consumo.

  • Encontrar otros reforzadores valiosos para la persona para que compitan con los que aparece cuando consume y/o entrenar conductas que le permitan a la persona acceder a ellos de otras formas.

  • Construirse sobre una alianza terapéutica sólida, empática y basada en el respeto mutuo.

Este enfoque no niega el sufrimiento, pero tampoco lo convierte en una condena. Reconoce que cada persona tiene recursos internos y externos que pueden entrenarse con el acompañamiento adecuado.

Conclusiones

El modelo que concibe las adicciones como enfermedades crónicas puede ser útil en ciertos contextos, pero también puede ser limitante, estigmatizante y poco efectivo si se aplica de forma rígida y descontextualizada.

Desde el Análisis de Conducta, proponemos una alternativa más ajustada a la realidad de las personas: entender la conducta en su contexto, identificar sus funciones, diseñar intervenciones personalizadas, sostenibles y éticamente cuidadas.


Viviana O’Rorke Franco

Soy Licenciada en Psicología Clínica (Universidad Espíritu Santo, Ecuador). Viajé a España para cursar el Máster en Terapias Psicológicas de Tercera Generación en la Universidad Internacional de Valencia, donde realicé mis prácticas en Libertia, una experiencia maravillosa y enriquecedora para mi formación. Me especializo en enfoques como DBT y ACT, combinando un acompañamiento humano, cercano y basado en la evidencia científica.

Cuento con experiencia en el ámbito de las adicciones y las emergencias psiquiátricas, y me apasiona seguir formándome de manera continua. Además de mi labor profesional, soy una persona que disfruta del contacto con la naturaleza, siempre con ganas de aprender y enfocada en crecer tanto personal como profesionalmente.

A través de mi espacio @1shotdesaludmental en Instagram, comparto contenido para acercar la salud mental a las personas, sin estigmas y con herramientas prácticas para el día a día. LinkedIn.


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